Revista INARTES, Año I, Vol. 1. No. 1, junio-noviembre de 2024. ISSN Impreso: 3060-9704


BELGAS. LITERATURA Y PINTURA: CORTÁZAR, MAGRITTE Y DELVAUX


Jochy Herrera

Nació en Santiago de los Caballeros. Es cardiólogo y ensayista. Radicado en Chicago, EE. UU. durante más de tres décadas, compartió el ejercicio médico, la docencia y el trabajo literario en varias organizaciones culturales incluyendo Contratiempo. Desde hace más de un lustro reside en su país natal donde continúa publicando en medios impresos y digitales locales e internacionales. Es autor de: Extrasístoles (y otros accidentes) (2009), en cuyas páginas se aborda el corazón-metáfora; Seducir los sentidos (2010); La flama magna (2014); Cuerpo, Accidente y Geografía (2012); Estrictamente corpóreo (2018), y De fugas y visiones (2018). Su más reciente publicación, Pentimentos. Apuntes sobre arte y literatura (2021). Su obra Fiat Lux. Sobre los universos del color, fue la ganadora del Premio Anual de Ensayo Pedro Henríquez Ureña (2024).




“Ver las cosas como quien es visto por ellas”.

R

Cortázar




eikiavik es el destino inicial de la aventura que narró el visionario Julio Verne en las páginas de Viaje al centro de la Tierra, pa- radigmática novela publicada en las penúl- timas décadas decimonónicas testigos de grandes imaginadores de la talla de Dumas,

Lumière y Nadal. El gruñón minerólogo Otto Lidenbrock, su inquieto sobrino Axel, y el diestro guía Hans han deci- dido explorar las profundidades del Planeta tras descubrir fortuitamente un manuscrito que detalla instrucciones pre- cisas sobre cómo lograr semejante hazaña. En uno de sus más simbólicos pasajes, nuestros personajes encuentran un bosque de árboles gigantes y animales jamás imagina- dos; de helechos, cipreses, y toda una vegetación prehis- tórica que sacude la visión de estos valientes expedicio- narios sorprendidos a medio camino de lograr el objetivo. Se trata del descubrimiento de un mundo emblemá-

tico del poder de lo evocador, de lo mágico a pesar de ser irreal; un mundo que retará la imaginación del lector en una época donde la ciencia aún debía respuestas y en

la que la humanidad lo soñaba casi todo en una suerte de confrontación con el futuro. En este libro, en suma, Hom- bre y materia se unen en insoslayables metáforas donde fuego, agua y naturaleza le acompañan en el devenir de su propia búsqueda simbolizada en las interioridades del sue- lo que le acoge y da origen. Se trata, pues, de un exploro, observo e imagino, luego soy.


Paul Delvaux

Tres cuartos de siglo más tarde, profesor y sobrino reaparecen en una pieza donde fantasía y pensamiento, misterio y belleza, psique y anatomía, se hacen cómplices transmutando aquellas lucubraciones verneanas a los tor- mentosos tiempos de la Bruselas metrópoli que Leopoldo III defendió de la impronta nazi hasta rendirse en 1940. Hablamos del monumental óleo El despertar del bosque (1939), trabajo donde lo ilusorio se ha apropiado de las figuras que enriquecen este incomparable cuadro de Del- vaux anclado desde hace un tiempo en el Art Institute of Chicago.


“The Awakening of the Forest in the late” / Paul Delvaux (1930’s).



Al costado izquierdo se asoma Lidenbrock y detrás suyo Axel, ambos en curiosa pose reveladora más que nada de cuán profundamente preocupados están ante lo visto: una veintena de siluetas mujeriles, la mayoría des- nudas e ignorantes de lo que les rodea, deambulan obser- vadas por los árboles. Unas portan instrumentos musica- les mientras otras de apariencia victoriana y vestidas de rojo, intentan iluminar la escena sosteniendo lámparas. El profesor, atónito, parece invocar respuestas a intuir por el desconcertante gesto sugerido por sus manos; del sobri- no Axel podría decirse poco: apenas observamos el tími- do esbozo de su cara poseída por la curiosidad. Una luna llena ilumina lo que acontece en este extraño, y a la vez simbólico panorama en el que las imágenes escenificadas existen ajenas unas a otras. Sonámbulas, o, al menos, de- safiando la lógica del observador perturbado por el signifi- cado de lo acontecido.

En este pasaje la vegetación es personaje en sí misma en tanto que los frondosísimos árboles anuncian cosas al enlazar las ambiguas y autómatas figuras que les trepan; Hombre y naturaleza como una sola cosa desde los oríge- nes de los tiempos. La conjugación de todo lo plasmado en este canvas es retrato y vívido lenguaje visual del fan- tasmagórico mundo interior de un artífice cuya infancia y temprana juventud estamparán para siempre la impronta del cuestionamiento y la huella del sujeto insatisfecho en sus futuras producciones.

Delvaux había nacido en el seno de una familia con- servadora ideológicamente ajena a la revolucionaria reno- vación del arte y el pensamiento acontecida en las vecinas Viena, Berlín y París; hubo de convencer a su padre de que le permitiera inscribirse en la reconocida Académie Royale des Beaux-Arts de la capital belga, inicialmente en la escuela de arquitectura para posteriormente dedicarse



exclusivamente a la pintura. Sus relaciones románticas se verán marcadas por la imposición matrimonial orquestada por una autoritaria madre, casamiento que no sólo culmi- nará desastrosamente, sino que le inducirá una comple- ja fijación con lo femenino mejor ilustrada en creaciones pletóricas de jóvenes misteriosas y absortas en un mundo onírico. Un universo en el que no acontece contacto o diá- logo alguno con los demás.

¿Cuál es el nexo, si acaso existiese uno, entre Verne y Delvaux? Lo fantástico, no quepa duda. La manera de en- frentar el mundo real y lo desconocido que ambos ciñeron en sus respectivos procesos creativos a manos del pincel o de la pluma. El pintor fue un apasionado lector de Verne por lo que podría asumirse que la huella de este incompa- rable narrador estará evidenciada más allá de El despertar del bosque en creaciones como Fases de la luna y La edad de hierro, entre otras. Mas, en esas quiméricas visiones conformadoras de ilógicos espacios yacían las memorias y los sueños responsables de que la manufactura de su obra “lunática”, según algunos, obedeciese únicamente a los recuerdos. A juzgar por las declaraciones de Delvaux, aquellas consideraciones, en efecto, no estarían nada ale- jadas de la verdad: “Las impresiones que proceden de la infancia, que no son nunca añoranza, me apresan sin duda por su capacidad de sugestión, por ese incesante misterio que baña todos los recuerdos”.

En el trabajo de Delvaux, la fisonomía humana, sobre todo el desnudo femenino expuesto en el espacio público se muestra en franca contradicción con el razonamiento cotidiano, paradigma del ejercicio poético y de las nuevas formas de pensamiento surgidas en los primeros lustros del siglo XX. También los esqueletos, los ferrocarriles y los cristales invadieron su caleidoscópica propuesta divi- dida esta entre múltiples rasgos: el surrealismo metafísi- co lenguaje del subconsciente, la pintura académica, y un desconcertante hiperrealismo en busca de hogar, cada uno muestra de una decidida pretensión de transgredir toda ló- gica racionalista. El primero fue incuestionable resultado


de la inyección de Giorgio de Chirico, el segundo, símbo- lo de la formación estudiosa y teatral, y el último, fuente iluminadora del descubrimiento de la conciencia recién develada por Freud, el imperecedero vienés responsable de estremecer el quehacer artístico de la época que por supuesto alcanzó también a los surrealistas.

La ventana (1936), es un insinuante cuadro de Del- vaux en el que acontece una paradójica maniobra per- ceptual: lo interior ya no es confrontado con lo exterior (la realidad) como acostumbraban el saber y psicologías tradicionales, nos asomamos a ella desde ella misma. Es decir, el entorno es expuesto en un teatro donde su ex- tensión no está restringida por ente alguno; la mujer que aparece colocada de espaldas dirige la mirada en dirección a la escena donde el horizonte sin límites la posiciona más allá de la ventana detrás de la cual presuntamente se en- cuentra el observador. En La ventana seremos testigos de la reconstrucción de la realidad y del despliegue psíquico asociado a ella; de la protagónica participación de la mira- da y el pensar en una danza que persigue además el reco- nocimiento del sentimiento que embarga a los personajes revelados en esta pieza.

El motivo ferroviario y demás imágenes arquitec- tónicas frecuentes en las propuestas de Delvaux no cons- tituyeron la única fuente creativa; en el imaginario de este gigante, los andenes, el vagón y las edificaciones de la Acrópolis eterna signo de la modernidad no serán más que estaciones del viaje existencial que puebla los sue- ños. El esqueleto, sin embargo, representó un artilugio incitador y metafórico encarnado en verdadero personaje en muchas de sus creaciones; un heraldo dotado de vida manifestando de tal forma la fascinación del artista por las osamentas humanas originada durante la juventud escolar. Dicha obsesión le llevará a la excomunión luego de haber ilustrado múltiples pasajes de La Pasión de Cristo prota- gonizados por esqueletos en la Bienal de Venecia versión 1954, afronta que el futuro Papa Juan XXIII considerará merecedora de condena por herejía.


“The Retreat” (El Retiro) / Paul Delvaux (1973).



La recurrente insignia de la fémina abstraída e inacce- sible, absorta ante el entorno, la encontramos omnipresen- te en muchos trabajos completados en la etapa más madura del Delvaux; las consecuencias de la compleja (y fractura- da) relación sostenida con su madre y posteriormente con sus parejas, encarna una de las mayores insatisfacciones que le marcarán por el resto de sus días. Según la críti- ca, estas explicarían la naturaleza impúdica, virginal, fría y perturbadora patente en las jóvenes plasmadas en sus paisajes, rasgos definitorios de personajes desprovistos de significado vivo, impasibles y silentes, como admitió el pintor alguna vez.

Mas, fue el espejo el artefacto representado y de repre- sentación que con mayor destreza definió la idea poética en la trayectoria de Delvaux; en los enigmáticos escenarios y en las extrañas efigies que caracterizaron sus composicio- nes, aquel dispositivo constituyó el nexo entre sus vivencias y lo depositado en la tela. Vínculo entre introspección, con- ciencia, y exploración del conocimiento. En Mujer ante el espejo (1936) se nos presenta una figura femenina que apa- renta habitar una cueva iluminada por la luz exterior cuya

cara se asoma reflejada ante sí, sin embargo, las miradas no se encuentran. La del personaje está perdida, ajena a su faz que le mira directamente en franca experiencia alucinante acontecida a ambos lados del cristal.

Es conocido desde siempre, que la física de la luz dio origen a las imágenes virtuales predecesoras de la ulterior interpretación espiritual y metafísica a que estas fueron so- metidas; sea en el agua, en las superficies metálicas o en el vidriado, el reflejo narró descubrimiento. Identificación, treta, cambio, y especialmente proyección, simbolismo del psicoanálisis lacaniano que le colocó entre la autoimagen y las caras ajenas. Así, en la dimensión de lo pictórico el espejo será herramienta facilitadora del reconocimiento e invención de las formas semejante a la visión; acto de ver y ser visto recíprocos gracias al ojo, filtro primigenio que atrapa lo observado y lo devuelve transformado tras la exé- gesis que el pensamiento nos regala. No en vano Delvaux empleará repetidamente la metáfora surrealista pertinente a aquel utensilio a pesar de rechazar muchas de las estipu- laciones defendidas por dicho movimiento. Igual Borges, quien conmovido, narró la experiencia de la reflexión en un


“Woman in the Mirror” / Paul Delvaux (1936) / Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid.



imperecedero verso: Yo que sentí el horror de los espejos/ no sólo ante el cristal impenetrable/ donde acaba y empie- za, inhabitable,/ un imposible espacio de reflejos

Muestra directa de la interacción luz-materia; símbo- lo de verdad y de la conciencia; alerta contra la vanidad y ventana que desnuda el alma; ente comunicador desde los orígenes del Hombre, el espejo fue mito, inspiración y trampa del Narciso que creyó su rostro reverberante encarnaba la perfecta imitación de sí mismo. Recuérde- se que la imagen especular es etérea, intangible y fugaz, mas, paradójicamente, poderosamente provocadora, y, en consecuencia, capaz de enriquecer toda operación artísti- ca. Así lo mostraron las creaciones de El Bosco, Van Eyck y Velásquez en las cuales refulgencia y espejo jugaron un protagónico papel en el acto creativo otorgando esplendor al proceso interpretativo del observador ya sea a través de nuevos espacios (tridimensionales), generando peculiares y desafiantes atmósferas, proyectando incógnitas, o tal

como aconteció con Magritte, traspasando lo tangible para vislumbrar en sus composiciones el raciocinio mismo.


René Magritte

Si La Venus del espejo de Velásquez hizo de la diosa un cuasi palpable ser terrenal gracias a la cabellera more- na e imprecisos rasgos faciales estampados en el espejo sostenido por Cupido, panorámica en la que el especta- dor asomado desde el marco abraza o rechaza la acción de esta mujer preguntándose si es de vanidad, sensualidad, o introspección de lo que se trata, El espejo falso (1929) de Magritte será construido a semejanza del ojo humano ce- dazo interfaz entre cerebro y naturaleza. Enigmático anda- miaje gráfico este en el cual lo visto carece de perspectiva o relación espacial particular, e incluso se perfila despo- jado de toda temporalidad. La ida y venida del reflejo al ojo y del ojo al reflejo transmuta en faena infinita donde el espacio (pictórico), à la Kant, no dependerá del fenómeno



“The False Mirror” / René Magritte (1929).



mismo, sino que ante todo posibilitará su reformulación perceptual creando de tal manera, insistimos, una verda- deramente nueva “realidad virtual”.

Es justamente aquel cuestionamiento del maridaje re- presentación-realidad uno de los más importantes rasgos magritteanos, impronta que parte de imágenes comunes de cosas y sujetos ordinarios (sombreros, frutas, nubes) depositados en circunstancias absurdas divorciadas de las significaciones que tradicionalmente les han sido asig- nadas. Más que la persecución de lo inconsciente en el territorio de la tela abanderada por Bretón y demás ejecu- tores del surrealismo, concepto del cual se alejó temprana- mente, Magritte desarrolló un estilo figurativo armado de ambigüedad en el que perseguía desafiar el mundo real y con ello, despojar el lenguaje de las convenciones artísti- cas para, en última instancia, asignar al testigo la tarea de redefinirle.

Profundamente influenciado por el greco-italiano Chirico, Magritte tendrá el mérito de haber concebido un “realismo mágico” donde imágenes dobles y fragmen- tadas, con frecuencia contrapuestas a palabras y textos, crearán, similar al acto escritural literario y poético, un elaborado rompecabezas lingüístico. No en vano expresó alguna vez que la función primordial de la labor pictórica era precisamente hacer visible la poesía. Esta pintura poé- tica de infinitos límites estéticos contrapuso dicha noción a la capacidad de constituirse en descripción invisible del pensamiento, como ha expresado el crítico Juan Herrero Cecilia de seguro motivado por las afirmaciones del mis- mo Magritte: El pintor no pinta para cubrir un lienzo de colores, como el poeta no escribe para cubrir una página de palabras.



“La fenêtre” / Paul Delvaux (1936) / Collection Musée d’Ixelles



Por otra parte, cabe contextualizar aquí las considera- ciones de Ricoeur incluidas en los ensayos Poéticos y sim- bólicos y La metáfora viva; en ellos, el eminente teórico obtempera algunos aspectos de la relación metáfora-retóri- ca en la que la primera no se reduce a mero efecto estético, sino que posee además una amplísima dimensión cognosci- tiva. Ello así en tanto que como elemento fundamental de nuestra aprehensión de los sentidos, la abstracción simbóli- ca constituirá un sustancial rasgo íntimamente ligado al ra- zonamiento que poseemos sobre nuestro hábitat, condición sine qua non en la aventura de alcanzar su transformación. Otros han dicho que la aportación más singular de Magritte se circunscribió al ámbito del lenguaje como re- flexión entre el existir, la imagen, y la idea; se entiende que con ello logró convertir el cuadro en dibujo de nues- tra conciencia, y, en consecuencia, hizo del pintar arte del pensar. En sus producciones el tropo cobrará vida, y

“Not to be reproduced” / Rene Magritte (1937).



con ello surgirán modelos que no ocultan nada ni desean respuesta alguna; pretenderán acaso liberar los artefactos de sus connotaciones a fin de que, al ser contrapuestos, adquieran un especial misterio descubridor. Enunciado de otra forma: explorar la formulación de una travesía desde la similitud y la diferencia a la metáfora dentro de la es- tructura visual de la tela, así como transmutar las opera- ciones significantes de la oposición a la semejanza, como ha acotado la ensayista María Ángeles Arenal García, constituyeron la marca conceptual del pintor evidenciada particularmente durante sus años de madurez artística.

Magritte confesó haber encontrado en la expresión pictórica una nueva posibilidad presente en las cosas: “(…) la de convertirse gradualmente en otras, un objeto que se funde en otro distinto (…) así obtengo unos cuadros en los que la mirada ‘tiene que pensar’ de un modo distinto al habitual”. Ya no se trataba de revelar el dominio del ob-


“Las damiselas de Tongres” / Paul Delvaux (1962).



servador sensible ni de cristalizar en la tela el destello del sujeto provocado; el suceso gráfico se convertirá en una decidida experiencia cognitiva en la cual lo creado a partir de cosas y figuras consistirá en el pensamiento mismo. Re- visemos escuetamente un ejemplo de aquello a partir de la concepción de la ventana como transición evidenciada en el óleo La llave de los campos.

Completado en 1936 y exhibido en el museo madri- leño Thyssen-Bornemisza, la tela de marras es un robusto ejemplo de cómo el acto creativo iconográfico propia- mente dicho parte de la figuración para trasgredir hacia el ámbito de lo ficticio. Una ventana que mira hacia la cam- piña ha sido enmarcada a fin de recordarnos que se trata de un contexto potencialmente real en cualquier escenario humano; el cristal que la cubre es mostrado parcialmen- te roto justamente en el área del paisaje donde el pincel ha asentado unos arbustos contrapuestos al cielo azul que hace de fondo. No encontraremos aquí la idea de la venta- na de Delvaux como travesía hacia el existir sino más bien como herramienta que le sacude.

A nuestro modo de ver, lo intrigante y asombroso de esta tabla ha sido lo logrado por Magritte al haber pintado la refracción de los árboles sobre los fragmentos de vidrio esparcidos en la parte inferior de la escena. El cristal roto, elemento que ha perdido la razón de ser, que ha cesado de reflectar o cubrir, ha sido convertido en sujeto comunica- dor portador de vida propia al alojar la memoria de aquello que previamente permitía observar. La idea retratada (el paisaje), a pesar de habérsenos entregado en los límites de una apertura al exterior (el marco de la ventana) es ahora imaginación; universo duplicado que viajará hacia donde la pupila (y el raciocinio) del testigo deseen llevarle.


Écfrasis cortazariana

La cronología de las relaciones comparativas entre arte y literatura, entre lo tangible y lo simbolizado —la naturaleza misma de la expresión artística— preocupó a pensadores desde Platón, Aristóteles y Simónides de Ceos; desde el ut pictura poesis horaciano hasta el insuperable Laooconte, texto donde el innovador Lessing introdujo la



que a la sazón constituía una revolucionaria noción: el que las artes se diferencian no sólo por el medio empleado sino también por como éste influye y modifica los objetos de imitación. Así establecido, las disciplinas pictóricas se va- len de signos yuxtapuestos facilitadores del acto de mirar como totalidad, en contraposición a la creación literaria que emplea la palabra convertida en signo consecutivo. La pintura, en consecuencia, es histórica porque personifica un momento de aquello que expone, es arte del espacio; la literatura, por el contrario, es descriptiva, arte del tiempo que otorga infinitud a lo creado.

Durante una buena parte del pasado siglo fuimos tes- tigos del acelerado crecimiento de las disciplinas artísticas visuales, fotografía y plástica incluidas, fenómeno que no pudo atribuirse únicamente al desarrollo tecnológico. Las imágenes, que en las capitales decimonónicas habían in- vadido el espacio público gracias a la diseminación masi- va, de pronto ocupan la intimidad del hogar en revistas y calendarios, y en particular, a manos de la televisión estru- jándonos en la cara comercial, películas y noticieros. Tal proceso alteró radicalmente la manera del Hombre ver y verse; y la literatura no estuvo ajena a dicho fenómeno en tanto que los escritores hicieron de la estampa pictórica o fotográfica personaje, musa, o excusa en el género poé- tico, la narrativa y en la ensayística echando a un lado la figuración para dar bienvenida a la abstracción.

Podría afirmarse que en el caso de la pintura (como expresión elaborada de lo que el artista ya había observa- do o imaginado), la tarea escritural hará de ella gesta del raciocinio sobre la cual el autor crea o recrea lo vertido en el lienzo apertrechado de las palabras. Una suerte de pin- tura escrita o texto dibujado para ser más justos. En dicha circunstancia, el escritor abrazará la tela haciéndola, una vez más, laboratorio de ideas e historias que partirán de, o serán modificadas por ella al ser depositadas en los en- tresijos de los párrafos. En alguna ocasión, el texto habrá de mutar a instrumento de autoexploración, convertirse en mecanismo psicológico del escritor que interesado en comprender sus interioridades, sea cual fuese su naturale- za, se encontrará con los fantasmas que pueblan los límites de sus figuraciones.


Así, muchos han resaltado las limitaciones intrínsecas a aquello que pretende ser logrado con la écfrasis (entendi- da esta como representación verbal de una representación visual); han cuestionado la (in)capacidad de las palabras de lograr expresar toda la carga visual de una imagen que de por sí es un todo. Igual la (im)posibilidad de acomo- dar el concepto tiempo en la página, dígase de alterar el momento plasmado en la tabla traduciéndolo a enunciado escrito que el lector dispondrá al libre albedrío en el pre- sente, el pasado o el futuro. En esa tesitura, el académico Gerardo Balverde establece que la inviabilidad de fijar con palabras una obra de naturaleza visual —la transposición artística— “(…) es un hecho, y que la descripción de obras de arte da paso entonces a textos literarios autónomos, en los cuales ellas son sólo un punto de partida”.

En efecto, tal cosa es lo sucedido con múltiples publi- caciones del Julio Cortázar epónimo del inusual escritor que se vale de la pintura con genialidad y destreza poco vistas a fin de instaurar un prolífico diálogo entre narrativa y plástica en muchos casos dotado de rasgos miméticos similares. A decir del crítico Raúl Silva Cáceres, algunos de sus relatos están construidos con el apoyo de tablas eri- gidas en auténticos paratextos sobre los cuales operan per- sonajes y narradores que formulan elaborados sistemas de enunciación lingüística. Recuérdese que Cortázar no sólo fue un apasionado entusiasta de la plástica estableciendo relaciones de profunda amistad con numerosos creadores, sino que estudió y admiró a importantes maestros del lien- zo premoderno y moderno destacándose entre ellos Klee, Ensor, Magritte y Delvaux. Sin ánimo de convertir los co- mentarios vertidos en estas páginas en un “breve tratado de literatura comparada”, revisaremos a continuación al- gunas ideas sobre la interrelación lienzo-página evidentes en las ficciones del también belga por accidente más, ar- gentino de corazón.

Al parecer, el primer cuento en el que Cortázar se vale de una tela para estructurar la historia narrada es El ídolo de las Cícladas incluido en Final del juego; sin embar- go, serán otros dos textos los que expondrán con inusitada


maestría “la imitación fingida dedicada a evocar en la imaginación del lector la presencia de lo ineludible- mente ausente”, a decir de los académicos. El primero de ellos es Fin de etapa, inspirado en las creaciones del catalán Antoni Taulé y que no comentaremos. En el segundo, Siestas (contenido en el tomo II de Último round), la trama es ilustrada a partir de varias telas de Paul Delvaux, cuyo nombre curiosamente nunca es mencionado. El argumento central de este cuento viaja a través de la exploración (homo)sexual adolescente, la imposición represiva de los adultos, y las obsesio- nes de sus personajes acosados por figuras y sueños que aparecen en leitmotiv. En él, dos cuadros en parti- cular —Las niñas de provincias y Las fases de la luna II—, constituyen un inmejorable ejemplo de la utili- zación del lienzo como nexo y soporte de lo relatado.

En Siestas, y evocando las láminas ya menciona- das, la voz en primera persona dice lo siguiente: “(…) todo pasaba en lugares donde había luna llena y las mujeres andaban desnudas por las calles y las estacio- nes, cruzándose como si no se vieran y estuvieran te- rriblemente solas, y a veces los señores de traje negro o guardapolvo gris que las miraban ir y venir o estu- diaban piedras raras con un microscopio y sin sacarse el sombrero”. Nunca sabremos a ciencia cierta a cuál de las obras de Delvaux referenciaba Cortázar especí- ficamente en este pasaje, sin embargo, a nuestro ver se trataría de Las fases de la luna II (1941), óleo que una vez más incorporará alegorías al admirado Julio Ver- ne y las ya comentadas siluetas que le obsesionaron frecuentemente expuestas como objetos sexualizados. La malograda filóloga Emma Speratti reconoció

importantes paralelos entre el

Cada elemento descrito y cada figura observada en estos versos, ya sea como unidad o como totalidad, han sido transfigurados gracias al poder de la metáfora y el acto poético mismo.


pensamiento y planteamiento artísticos de Magritte y Cor- tázar en tanto que el primero “se esforzó en demoler nuestro sentido de lo familiar, en sabo- tear nuestros hábitos armado de una actitud representativa de su

En Las niñas de provincias (1962) se expone un modelo masculino vestido de aparente docto quizás homenajeando a Verne, mas sus verdaderos protago- nistas son las dos jóvenes que en primer plano se abra- zan semidesnudas en un parque citadino a la vista de todos. Sus manos no sólo invitan a fijarnos en los cur- vilíneos cuerpos entrelazados, sino que evidencian el acto de exploración erótica lésbica narrado en Siestas el cual, ha sido también intercalado con la descripción de láminas alusivas a otras obras de aquel artista. Cor- tázar ha dotado de vida las figuraciones de Delvaux contraponiéndolas a lo descrito en el texto, es decir, ha reencarnado el imaginario pictórico en la página y haciendo de él, insistimos, argumento y personaje.

permanente rebelión contra los lugares comunes de la existencia”. Cortázar, por otra parte, a juicio de la académica irá en contra de la pereza petrificadora y el conformismo que nulifica e impiden el contacto con la realidad manteniendo al Hombre en un engañoso vacío, propuesta mejor evidenciada en la icónica Ra- yuela. No asombra, pues, que en un hermoso pasaje de Último round el argentino rinda un sentido homenaje a Magritte impregnado del desasosiego que le invadía en aquel difícil año de 1969: “Regreso despacio, mi- rando los valles: la nube Magritte no vino este año a suspenderse sobre Cazeneuve, y tampoco vendrá ya Magritte a ponernos entre las manos sus llaves de eva- sión, sus palomas de piedra más livianas que las de pluma (…) cómo se ha empobrecido el mundo…”




Algunas acotaciones: El hecho de que el modelo no constituya necesariamente la entidad figurada personifica el arquetípico sentido de la verdad artística; aún más, la afinidad (o falta de ella) entre lo presente en un lienzo y lo expresado en el lenguaje conforma justamente la sor- presa y el milagro de lo creado, no importa cuán variables y distintos estos pudiesen ser. Al fin y al cabo, desde sus inicios, la Filosofía nos había advertido sobre la paradóji- ca y ambivalente naturaleza de nuestra existencia; en tal sentido, se ha dicho que aquella “negación” de la imagen como símil y la vinculación lienzo-palabra compartida por los creadores aquí comentados, es la poesía misma. Ma- gritte, Delvaux y Cortázar nos lo hicieron saber implícita y explícitamente en declaraciones y entrevistas, pero so- bre todo a través de sus producciones. Serán realizaciones en las que la mirada del espectador/lector comandará el acercamiento al mundo haciendo que lo visto despliegue múltiples dimensiones recreadas y trastocadas gracias a la enargeia de la retórica grecolatina, esa mágica fuerza de las palabras capaz de hacer vívida una entidad imaginada más allá de lo percibido ocularmente.

Las musas inquietantes (1916-1918), óleo del ge- nial Chirico, presunto fundador de la pintura metafísica que precedió al movimiento surrealista y mentor tanto de Magritte como de Delvaux, fue descrito en un poema ho- mónimo de Cristina Peri Rossi que en nuestra considera- ción revela líricamente la naturaleza de los nexos literatu- ra-pintura aquí discutidos: “En el suelo rojo de madera que conduce de la actualidad al pasado se eleva monumental una musa sin brazos. (A lo lejos, una estatua romana, una fábrica, un templo.) Hay máscaras en el suelo, cubos de colores, un bastón y un pedestal. Otra espera, sentada, sin cabeza, como una madre cansada de viajar”.


Cada elemento descrito y cada figura observada en es- tos versos, ya sea como unidad o como totalidad, han sido transfigurados gracias al poder de la metáfora y el acto poético mismo. En ejercicio mimético por excelencia, Peri Rossi ha recreado la relación entre lo sentido-vivido (el tiempo, la historia, el ser) y el objeto mismo (una máscara, un pedestal, una estatua); ha dotado de pálpito lo observa- do, y, más que nada, como sugiere el verso final del citado poema, ha empoderado la palabra invitándonos a situar sentimiento y pensamiento en el núcleo de la creación ar- tística: “Yo os invoco: Haced de la angustia un color”.

¿No será, acaso, aquel rezo la verdadera razón de ser de las artes y la literatura?


El escritor argentino Julio Cortázar en 1967 / Foto: Sara Facio Fuente: Ministerio de Cultura de la Nación Argentina


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“La llave de los campos” / René Magritte (1936) / Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid.